lunes, 21 de junio de 2010

El Regalo

En un día que no sabría decirse si era de día o de noche una tormenta quebró al cielo. Los rayos de Zeus cortaban las violentas olas del mar, convirtiéndose en una balacera de luces y agua. En medio de esta pelea un barco naufragó. Se tambaleaba de un lado a otro con el peligro de hundirse o ser el blanco de un proyectil de Zeus. Laboriosamente se debatía entre las olas. Todos tenían miedo. Algunos aceptaron su destino y observaron sin inmutarse como un rayo partía el mástil principal y con su peso le hacía un agujero a la cubierta del navío. Entre el grito y la alarma que confunde a los hombres, la carga de pólvora conoció al fuego. No hubo esperanza para nadie.

Con una excepción.

En el navío había una muchacha; joven, pobre, sola. Su esperanza estaba en cruzar el mar, para poder sobrevivir, para probar tener suerte, para progresar; aunque nunca cruzó ese mar.

Los nadó a todos ellos…

Entre las astillas, entre los que intentaban salvarse, la muchacha flotaba inconsciente. Entre los estallidos, los gritos y los tiburones que rondaban, la muchacha se hundió. Sintió la sensación del agua que se escurre por la garganta, que la llena con violencia; sintió al agua llenándola por completo, respiró el agua; la ahogó. Esa desesperación la despertó, y se dio cuenta de que estaba a punto de morir. Estaba llena; la sentía en sus pulmones, sentía su sal en la boca, le pesaba y la arrastraba a las profundidades. Intentó subir, hacia el aire, hacia la vida, pero no podía ascender. Vio cadáveres arriba, vio tiburones comiendo, fuego, lluvia y comprendió que moriría tanto arriba como abajo. Se estaba asfixiando y no podía sobrevivir. No pudo tomar una decisión, ya que volvió a desmayarse.

Ahí estaba ella, una estatua de mármol, flotando inconsciente en la oscuridad del mar. Su pelo negro bailaba alrededor de su cabeza, coronándola, transformándola en una especie de diosa. Sus prendas flotaban al mismo ritmo del mar. Era una diosa.

Pero no se quiso que terminara su vida aún.

Algunas de las criaturas del mar son curiosas y este joven tritón lo era. Había visto de lejos a las “personas de arriba” pero nunca estuvo tan cerca de una. Escondido tras un arrecife, pensó que esa “cosa” no lo vería pero al observarla mejor, parecía… muerta. Lentamente se acercó a ella y comprobó que estaba muerta. Vio que era una chica, y que era muy… bonita. Tenía largas pestañas que casi llegaban a sus pómulos, sus labios estaban cerrados pero unas diminutas burbujas se escapaban de ellos, hacía arriba, hacía su hogar, hacía su vida, su aire… Comprendió al ver la superficie que la tormenta destrozó otra de esas grandes naves que llevaba la gente de arriba para no nadar. Era bastante común, pero nunca se había acercado a una de ellas. Nunca había visto tan de cerca a un “humano”. La contempló mientras flotaba, etérea, frágil… Era hermosa. Pero estaba muerta. Quizás aún no era tarde, quizás podía llevarla a la superficie y de alguna forma hacerla respirar. Resuelto, tomó su mano.

Grave error…

Su piel era suave, tan suave que se derretía en su palma; era incluso más suave que el agua, si eso era posible. Tocó su mejilla y era igual de suave que su mano, toda ella era suavidad. Contempló sus facciones otra vez. No podría nunca llevarla a la superficie. Jamás.

Con suavidad la tomó en sus brazos y corrió el pelo de su cara. No podía llevarla. No podía hacerlo.

Tomando su cara entre sus manos, presionó suavemente sus labios sobre los suyos. Una luz intensa brilló ahí donde sus labios se tocaron, y la oscuridad murió con ese beso.

Los ojos de la muchacha se abrieron y su primera imagen fue de la sonrisa blanca y tierna de un joven que la miraba con cariño.

Su segunda imagen fue de sus piernas, que ya no lo eran, sino que eran una larga cola cubierta de escamas.

Entendió todo. Y con ese pensamiento, sonrió al joven que aún la sostenía.

Se sintió en su hogar.

Encontró su hogar.

jueves, 10 de junio de 2010

Viento

Parte 13: William Woodred


Frente a ellos se alzaba una obra arquitectónica enorme. Colosal. Parecía una versión más pequeña del Palacio de Versalles, salvo que esta residencia estaba hecha de ladrillos rojos. A su lado, había un invernadero, canchar para hacer deportes, un circuito para hacer equitació y, por supuesto, los establos. Parecía un club, una sociedad exclusiva. En las canchas se podía ver a un grupo de niñas practicando esgrima, mientras que en el circuito algunas de ellas hacían trotar a sus caballos.

-Es... es... magnífica- dijo Klauss anonadado.

-Es nuestra casa- dijo Carmensita como si eso lo justificara todo.

Dios santo, interesante estadía iba a tener el señor Queradim...


Al aproximarse a la mansión Klauss distinguió a un grupo de figuras en la entrada: dos jóvenes criadas y un hombre maduro. El hombre era alto, quizás tanto como Klauss. Iris había mencionado una vez que el señor Woodred estaba en sus cuarenta y tantos. Pues este hombre tenía las arrugas de los cuarenta y la barriga de los cuarenta correspondientes que un hombre feliz y satisfecho puede tener a esa edad. Su mirada vidriosa y cordial estaba brillante por el rayo de sol que cruzaba sus lentes. Todo en su apariencia era elegante e inspiraba confianza y seguridad salvo su pelo: era un nido blanco de pelusas con mechones que iban en todas direcciones. Le recordaba a Beethoven.

-¡Señor Woodred!- gritó Carmensita al momento en el que saltaba de su pony y abrazaba al hombre con toda su energía.

El señor Woodred río, abrazó a la pequeña y le revolvió el pelo en un gesto paternal que el padre de Klauss aún le hacía a él mismo.

-Carmen, querida. ¿Qué tal el viaje? ¿Has cuidado a tus hermanas?-

-¡Sí! Y traje a Klauss. Todos están sanos y salvos- dijo con una sonrisa con agujeros.

-¡Excelente! Hola Iris- al ver a su otra protegida bajar elegantemente de su yegua.

-Señor Woodred- saludó ella con una sonrisa. Se apretaron la mano y él le acarició la mejilla, cariñosamente.

-Hola Sibila- dijo al ver a la joven aún montada en su caballo negro a lo que ella le respondió con una inclinación de cabeza y un respetuoso “señor”. Sin sonrisa. Sin inmutarse.

Klauss no se sorprendió ante ese frío saludo, tan diferente a las sonrisas y los abrazos de Iris y Carmen; pero aún así pudo notar que en esa simple palabra se escondían un afecto, respeto y admiración totales.

Al bajar el del carruaje la mirada del señor Woodred se fijó en él. Sus ojos claros eran penetrantes y Klauss comprendió que había temido a ese momento. Al momento en el que conocería a William Woodred, padre, maestro y ejemplo de sus amigas. Ejemplo de Sibila… Le tenía miedo. De alguna manera, a ese hombre es a quien tendría que pedirle la mano de Sibila cuando llegara el momento. Tenía que agradarle. Tenía que tener su aprobación…

-Vamos, no tengas miedo, tonto- le susurró Carmensita, mientras Iris lo empujaba a su encuentro con su padre.

-Señor, le preseto a Klauss Queradim- dijo la joven. –Klauss, el es el señor Woodred, nuestro padre y maestro-

-Klauss… Es un placer conocerlo- dijo Woodred estrechando su mano con una sonrisa. –Me alegro muchísimo de que se encuentre con nosotros en nuestra casa- -Niñas, por favor ¿Serían tan amables de llevar las pertenencias del señor Queradim a su habitación?- les dijo a las dos criadas que con una sonrisa obediente llevaron sus pertenencias al interior de la mansión. Klauss se maravilló con el afecto que ese hombre les tenía incluso a las criadas.

-Carmen, Iris. Preparen el salón principal para presentarles a las niñas nuestro nuevo huésped y para que él las conozca- les ordenó a las jóvenes a lo que ellas respondieron un “sí señor” y fueron felizmente al interior, no sin antes darle una mirada de aliento a Klauss.

-¿Sibila?- preguntó el hombre.

Sibila desmontó y acarició la testuz de Coronel ausentemente.

-Voy a llevar los caballos al establo- y dicho esto saludó con una inclinación de cabeza a los dos hombres y se retiró. Por un momento Klauss se abstrajo observando el elegante cuello de Sibila mientras se alejaba con los animales. Parecía una amazona.

-Iris y Carmen me hablaron mucho sobre usted, señor- interrumpió el señor Woodred.

-Lo mismo digo, señor. Lo admiran mucho y lo quieren mucho- respondió Klauss, algo nervioso.

-Son niñas muy buenas. Carmen es muy inteligente ¿lo notó? Y la pobre de Iris… tan distraída pero tan cálida y alegre. Sibila también es muy buena y amable, quizás no lo haya notado por su carácter frío pero lo es-

-No dudo de que todas son muy buenas chicas, señor. Es verdad que Sibila es algo reservada y no he conversado con ella pero puedo ver que es buena y educada-

-Siempre ha sido así. Fría y poco demostrativa pero sé que le cuesta. Téngale paciencia como le tenemos todos nosotros. Ya verá- dijo el señor Woodred con ojos pícaros. ¿Acaso descubrió que Sibila le atraía?

-En fín, debemos entrar para hacer las presentaciones, no hay tiempo que perder. Pero mientras las niñas se preparan le mostraré las instalaciones- dijo.

-Muchas gracias, señor- y lo siguió, bordeando la casa.

Caminaron por un largo sendero dónde había un jardín repleto de arbustos con formas de caballos, flores, cipreses y piedritas hasta llegar al invernadero.

-Aquí está el invernadero. Carmensita no se cansa jamás de hablar de él. Aquí es donde cultivamos cierto tipo de vegetales, algunas flores que no están en estación y mis hierbas para los remedios. Quizás le hayan comentado las niñas, que solía ser botánico-

-Sí, señor. Iris me lo comentó-

-Cuando era más joven y tenía menos barriga trabajé tanto que adquirí una fortuna considerable y decidí retirarme tempranamente a un lugar tranquilo en el cual vivir. Encontré este pueblo y esta residencia. Encontré a estas niñas y decidí hacer un cambio: decidí cuidarlas y enseñarles todo lo posible para poder manejarse en la vida independientemente y triunfar. Cuando llegué aquí este lugar estaba en muy malas condiciones. Las niñas estaban vestidas con trapos y podían verse sus huesos atravesando su piel. Imagínese como hubieran sobrevivido, si es que sobrevivían…-

Klauss no conocía ese detalle del horfanato. Imaginó a las dos pequeñas Iris y Sibila en huesos, sucias y enfermas. Imaginó a Carmensita, más pequeña aún… A Lizzie cuidando de Carmen cuando ni siquiera podía cuidarse ella misma…

-Que terrible…- dijo, entristecido.

-Lo es… Lo era. Pero no es momento de estar triste. Las niñas son felices y trato de que tengan todo lo posible para serlo. Y ahora ha llegado usted: un amigo para ellas. Elizabeth, Carmen, Iris e incluso Sibila han estado diferentes desde su llegada a Leiless Hill-

¿Sibila también estaba diferente?

-¿Diferentes?-

-Más alegres. Ansiosas.- respondió el señor.

-Oh-

¿Así que Sibila también estaba alegre y ansiosa?

-Sibila lo demuestra menos pero yo la conozco, créame. Lo puedo notar-

Klauss no dijo nada y simplemente se limitó a caminar junto al señor Woodred.

-En estas canchas pueden jugar tenis y otros deportes. Es el lugar preferido de Zoe-

-¿Zoe?- preguntó Klauss ante el nombre desconocido.

-Oh, es verdad. No la conoció. Es parte del grupo de Iris y las demás. Confieso que tengo cierta predilección por estas cinco niñas. Pero amo a todas por igual, no piense que no. Cada una destaca en algo… Carmensita con su inteligencia, aprende muy rápido todo y es muy perspicaz. Iris es alegre y amorosa; Elizabeth con su arte, su espíritu creativo y su tranquilidad contagiosa, Sibila con su ostracismo pero con una lealtad incomparable, y Zoe con su humor y su espíritu competitivo. Conocerá a Zoe y le parecerá igual de encantadora que las otras, se lo aseguro- dijo con una sonrisa.

-No lo dudo, señor- respondió Klauss. Recordó cuando Iris le había dicho algo similar sobre Sibila, antes de conocerla. Pero no sintió la misma curiosidad por conocer a Zoe como la que sintió por conocer a Sibila. No podía existir nadie más perfecto que Sibila. No estaba enamorado de otra más que de Sibila. Ella era su obsesión.

-Allí está el establo- señaló el señor Woodred a un gran recinto de madera. Sibila ya había pasado y dejado a los caballos pero ya se había retirado. –Absolutamente todas las niñas, las diecinueve, aman cabalgar; por eso el establo es tan grande. Hay veinticinco caballos. Puedes montar cualquiera que desees con una excepción-

-El caballo de Sibila-

-Sí. No debes nunca, jamás, ni siquiera acercarte a él. Sólo deja a ella que se acerque-

Al terminar de ver los alrededores de la residencia, el señor Woodred dijo:

-Bien, esta es su casa-

-Muchas gracias señor y debo agradecerle por lo de la hostería. Insisto en que debo pagarle…-

-Ni una palabra, señor. Ni una palabra. Olvídese de eso-

-Muchas gracias, señor-

-Dígame William- dijo el buen hombre sonriendo.

Recordó a Sibila y su discusión por los nombres y no puedo evitar sonreir.

-Muchas gracias, William-

Y con eso entraron al salón principal de la mansión dónde una hilera de diecinueve niñas los esperaba expectantes.