Abandonados. Solos. Así es como estamos ahora: lejos del mundo. Sólo nosotros.
En este mundo me importan pocas cosas, muy pocas cosas... Me importa mi casa, que es muy bella –si puedo presumir-, con sus cuartitos separados por puertas de shôji, sus escondites, sus recuerdos… Me importan mis animales: mi fuerte caballo, que me lleva al pueblo cuando hay que comprar comida y me lame la mano cuando le doy una manzana, mis gallinas que sacrifican sus huevos para que pueda comer, a mis ovejas que con su lana me mantienen caliente en los días fríos… Me importa mi jardín, en dónde está mi árbol sakura, que me da sombra y alegra mis ojos con sus flores delicadas, rosas y suaves… Pero lo que más me importa está junto a mí, descansando... Al dejar las puertas abiertas, el ocaso dibuja sombras y le da brillos dorados a su piel, que más suave que las flores de sakura me parece al tacto. Al verlo en esa postura, tan abandonada, despreocupada y vulnerable, me produce un amor y compasión tan intensos que por poco lo despierto de un beso. Esa tarde me reenamoré de él. Me reenamoré de sus gestos al estar concentrado, de su boca cuando hablaba con serenidad, de la fuerza de sus manos al trabajar la tierra, de sus ojos brillantes y negros, de la fe y la admiración que me profesaban su sabiduría y su amor.
Decidí que esa tarde nos amaríamos, como nunca nos amamos.
Me trató con la delicadeza con la que se trata a una orquídea y me abrazó tratando de contener la pasión y el amor que yo estaba desesperada por liberar. Y aún ahora me sostiene entre sus brazos como si me fuera a romper. Mi compañero, mi amigo, mi todo. Cuanto esfuerzo, cuánta sangre, cuando dolor había en mi vida y sin embargo el hombre que ahora duerme en mis brazos que también me abraza borró todas esas pena de un plumazo. Tan simple y tan poco parece todo cuando él está conmigo para sobrevivir esas tormentas juntos. En sus ojos veo mi fuerza, esa que nace en mi corazón y me hace seguir adelante. En sus ojos veo ese amor que es sólo y exclusivamente para mí. En sus ojos veo confianza. Veo lealtad. Veo amistad…
Cuando entre besos y suspiros decía “te amo”, yo podía abrir alas invisibles y volar, llevarlo conmigo al cielo dónde podíamos gritar nuestro amor y que los dioses lo escucharan. Cuando dice esas dos, pequeñas y simples palabras siento que puedo hacer todo. No hay dolor suficiente, ni esfuerzo, ni lágrimas que quiebren mi voluntad cuando él dice esas simples palabras. Son el elíxir por el cual vivo: construyo mis murallas, mis palacios, mis días, mis alegrías, mis sueños a base de esas dos palabras.
Al tocarlo, su piel se derrite en mis manos y en mi boca, como si fuera agua. Ni ahora termino de saciar mi sed por esa piel. Y aún así, bajo ese camuflaje de delicadeza, suavidad y belleza se esconde fuerza y masculinidad, capaz de romper mis huesos.
Amo verlo dormir, como debe sucederles a casi todas las mujeres que ven a sus hombres dormir, después de amarse. Existe cierta… magia, cuando duerme. El sonido de sus inhalaciones y exhalaciones me adormece, como si me estuviera invitando a soñar. Su expresión neutral, como la de las estatuas, tan bella y apacible me enternece y me honra, porque se permite soñar y bajar sus defensas, pero sólo conmigo. Yo soy la única que vive este espectáculo, sólo yo lo veo de esta forma, sólo yo puedo tocarlo y abrazarlo…
Es mío y yo me siento la mujer más feliz del mundo por pertenecerle… Porque yo le pertenezco. Y siempre le perteneceré...