Parte 8
“¡Listo!”, pensé. En mi eufórica mente se dispararon frases como “la suerte está echada” o “ya tiré la bomba”. Con la baja autoestima que tenía imaginé que me rechazaría. Y luego mi mente pensó “¡Oh no! Fue una mala idea”, “¿Qué hiciste? Tonta, tonta, tonta” y “sos una maldita masoquista”. Mientras el escribía un mensaje balbuceaba “mala idea, mala idea, mala idea…”. Mi hermana consideró mi estado mental como precario por decir ese tipo de cosas esa noche. Esperaba recibir una disculpa lo más cordial posible, para no herir mis sentimientos pero lo que me contestó me asombró totalmente: “¿En serio? ¡Que lindo!”. ¿¡Qué demonios significaba eso!? De repente, un torrente de esperanza y alegría se disparó por todo mi cuerpo, tanta fue la dicha que tenía en mi interior que di un salto en mi silla y salí corriendo a mi cuarto para saltar en paz sin los ojos inquisitivos de mi hermana. Eso no era un rechazo, y no era una forma convencional de aceptar mis sentimientos pero fue lo suficientemente claro para mí como para pensar que aprobaba mis sentimientos. Volví a mi computadora para responder. Estaba en extremo eufórica, quería decirle un millón de veces “te quiero, te quiero, te quiero”. No podía soportar el hecho de que estaba tan cerca (dos o tres cuadras de mi casa) y a la vez tan lejos. Quería tenerlo cerca, quería… ¡Dios! Quería fusionarlo a mi cuerpo para toda la eternidad. Tenía una aterradora sobredosis de felicidad. Mi primer enamoramiento no había resultado como el arco iris, mis sentimientos no habían sido correspondidos pero este, este mismo, era diferente, totalmente diferente, este… me quería. Y así fue como él se despidió de mí en la conversación por Chat, diciéndome un “te quiero” que se introdujo lentamente como una espesa sustancia en mi corazón embadurnándolo de cariño y devoción. Lloré esa noche, pero no de tristeza. Había encontrado la parte que me faltaba en la vida. Me sentía completa y en el cielo. El paraíso me abría las puertas con calidez y resé cincuenta juramentos, elogios y agradecimientos a Dios por el inmenso regalo que me había dado y en ese preciso momento, en esa noche tan tranquila sentí lo que en muchas noches no había sentido… sentí paz. Mi alma estaba en paz. Yacía sobre la cama como un gatito en una almohada y amaba esa sensación de estar flotando, amaba la razón por la cual me sentía así, lo amaba a él.
Al otro día la casa se llenaba de mis silbidos y cantos. Evidentemente todos sospechaban que algo me había pasado. No lo mencioné simplemente porque no tenía ganas de decirlo. Pero se volvía tremendamente evidente cada vez que en una conversación el era llevado a colación.
Realmente no puedo recordar como sucedieron los días a la titulada “Confesión”, pero si recuerdo que estaban cargadas de conversaciones por MSN melosas y cariñosas con frases empalagosas entre nosotros (todavía guardo esas conversaciones). Amaba cada palabra que salía de él. Sus “te quiero” y otro tipo de frases amorosas me producían un placentero dolor en el estómago. Me volví adicta a ese dolor, era… magnífico y parecía como si el supiera exactamente que decir para provocarme ese cosquilleo violento. Lo idolatraba, realmente lo idolatraba. El estaba en mi mañana, en mi tarde y en mi noche. Siempre latente en mi mente. Sabía exactamente como arrancarme lágrimas con esos “te extraño”, con ese acercamiento posesivo que tenía conmigo cuando caminábamos juntos, con ese abrazo que duró tanto pero a la vez fue tan corto (en ese entonces fue el primer abrazo que el me había dado desde que nos conociamos).
En esos tiempos, la canción “Cheeck to Cheeck” (versión de Ella Fitzgerald y Louis Armstrong) se convirtió en la que marcó esa época en mi vida. La primera estrofa comenzaba con un “Heaven, I'm in heaven” y me identificaba totalmente con esa frase porque efectivamente ahí era dónde me encontraba: en el cielo. Estaba en el cielo…